Imagen: Dave Lebow: "Brothel".
Era a principios de julio y había llovido todo el día. A las tres de la
tarde seguía lloviendo, aunque menos fuerte. En la casa se oía el agua
rebotando en los techos y en las ventanas, el canto friolento de algunos
pájaros que buscaban resguardo en las ramas de los árboles. Las luces se
hallaban encendidas. Así se sentía un poco menos triste lo nublado del día.
—Con este clima,
prefieren emborracharse —comentó Vanessa, de mal humor. Chaparrita y entrada en
carnes, blanca, cabello castaño claro, enfundada en un bodice negro con cintas color de rosa, estaba fumando en una silla
junto al teléfono, esperando a ver si alguien llamaba.
—Es temprano —la consoló
la Caballa.
Se encontraban todas, las
seis, ahí en la sala. Aburridas. Sentada en el sofá de terciopelo rojo, Danette
leía el periódico. Bajo el entallado vestido blanco, sus enormes tetas parecían
a punto de reventar el escote. Junto a ella, la pálida Amaris le cepillaba el
pelo a la Caballa. Lo hacía con movimientos suaves, lánguidos, cansados, como
si las largas crenchas de la Caballa pesaran mucho. Mela, junto al espejo, se
exprimía un barro. Y Conny, en lencería roja incluidas medias con liguero,
estaba echada sobre la alfombra en el centro de la sala, mirando un catálogo de
zapatos y comiendo cacahuates. Un olor a café caliente comenzó a llegar de la
cocina.
—Voy a ver si ya está el
café —anunció Mela, apartándose del espejo.
—Yo lo que tengo es
hambre, tú —se quejó Conny.
—Hay queso en el
refrigerador —le dijo la Caballa—. Y yo traje pan. ¿Por qué no te haces un
sandwich en lugar de estar comiendo cacahuates?
—Te van a salir barros
como a Mela —agregó Vanessa, bromeando.
Conny iba a contestarle
algo cuando sonó el timbre. Danette dejó el periódico en el sofá, se acomodó
las tetas y fue a ver quién tocaba. Sus zapatos de plataforma bajaron como
martillazos los escalones de madera. Volvió con un hombre: un ranchero a juzgar
por el sombrero, las botas, la piel curtida de sol.
Danette le ofreció
asiento y llamó a Mela, que seguía en la cocina sirviendo el café.
Todas se formaron en
línea, como soldaditos, para que Danette las presentara una por una y se
presentara a sí misma.
El hombre tardó un poco
en decidirse, pero finalmente escogió a Amaris. Muchos la preferían, quién sabe
por qué. Era la única que nunca sonreía. Flaca, pálida, llevaba un largo
camisón transparente, negro, debajo del cual iba totalmente desnuda. En la
opinión de sus compañeras, eso no la hacía bonita; al contrario, le daba un
aspecto medio macabro, como de aparición de esas que van por ahí ululando. Pero
había algo en su actitud de loca sedada que atraía a los clientes.
El ranchero todavía no
salía del cuarto cuando llegó otro cliente. Éste se fue con la Caballa: a
algunos les gustaba por grandota. Parecía que el día iba a componerse, después
de todo. Llegaron otros dos; uno se llevó a Conny y el otro a Danette, la de
las tetas cornucopiales. Y eso que afuera seguía lloviendo. La casa cerraba a
las ocho de la noche, porque casi todas las muchachas eran esposas y madres y
debían llegar a cenar con su familia y a hacer limpieza o planchar ropa. En los
días buenos hacían cinco, seis, a veces hasta diez clientes cada quien. Pero
éste no iba a ser un día bueno. La siguiente vez que sonó el timbre era la
señora del Avon. Sólo Danette le encargó algo: un perfume en el cual iba a
gastarse lo que acababa de ganar. Le gustaban mucho los perfumes, en especial
las fragancias dulces de flores nocturnas. Las demás sólo hojearon el catálogo.
—¿Por qué te pusiste
nombre de yoghurt? —le preguntó la vendedora, mientras apuntaba el encargo en
su libreta.
—Ella no se lo puso
—aclaró Vanessa, riendo—. Nosotras se lo pusimos porque cuando recién llegó
aquí estaba a dieta y lo único que comía era Danette.
—¿Y a ti te gustó, m’ija?
—preguntó la señora del Avon, incrédula, casi maternal.
—Pues
sí, qué tiene —se defendió Danette.
—Yo
digo que está bonito —concluyó Mela, guiñando el ojo; tenía los párpados
pintados de lila—. Suena como francés.
A
Mela —Carmela— parecían importarle mucho los nombres, aunque no había querido
cambiarse el suyo. Y eso que no le gustaba: los albureros le hacían bromas de
que con el nombre le habían dado el destino. El que sí le gustaba, y más que
cualquier otro, era Paola Vianey, así, combinado, pero lo estaba reservando
para cuando tuviera una hija.
La
vendedora se entretuvo un rato con ellas, recomendándoles algunos de los
productos que ofrecía en el catálogo. Se tomó un café. Luego se fue, sin que
nadie más le encargara nada.
Se
quedaron las seis otra vez solas, aburridas ahí en la sala. Vanessa empezó a
fumar de nuevo. La Caballa se recostó en el sofá cuan larga era, con la cabeza
apoyada en el regazo de Amaris. Y Amaris le estuvo acariciando el cabello hasta
que la arrulló.
—¿Para
qué compras esas porquerías? —le preguntó Mela a Danette, que estaba limándose
las uñas.
—¿De
qué hablas, tú?
—Del
perfume que encargaste. A muchos ni les gusta que una huela a perfume.
—No
me lo pongo para ellos —Danette torció la boca.
—Te
voy a enseñar algo que sí funciona —le ofreció Mela.
Todas
se volvieron a mirarla. Incluso la Caballa despertó y se dio vuelta, aunque sin
levantar la cabeza de las piernas de Amaris.
Mela
fue por su bolso y sacó de él un sobrecito con letras rojas.
—Miren
—lo puso en las manos de Danette, que leyó en voz alta: “Dijo el Señor Jesús: Aquel que se crea libre de todo pecado, que arroje
la primera piedra”.
—¿Qué
es esto?
Se
sentía como harina.
—Es
un polvito mágico. Me lo vendió un yerbero. Ayuda a atraer clientes. Mira
—metió un dedo en el sobre y sacó una cosa como diamantina dorada—: te pones
tantito atrás de las rodillas y otro poco en la frente.
—Se
me hace que te vieron la cara —se burló la Caballa, bostezando, y volvió a
hundir la cabeza en el regazo de Amaris.
—¿Desde
cuándo te lo estás poniendo? —le preguntó Conny— Digo, porque yo no he visto
que te vaya mejor, la verdad.
Mela
iba a responder algo cuando sonó el timbre. Vanessa fue a abrir porque era la
que estaba más cerca de la puerta. Volvió sola.
—Eran
unos testigos de Jehová —comentó antes de que la interrogaran.
—¿Hombres?
—le preguntó Amaris, humedeciendo esa palabra con su lascivia de loca y
entornando los ojos.
—Los
hubieras pasado —sugirió Conny—. Capaz que los hacemos cambiarse de religión.
—Ah,
qué —exclamó Vanessa—. Luego son re pesados.
Conny
ya no le dijo nada. Como no traía puesto más que su lencería roja, empezó a
sentir frío. Se echó encima una vieja bata de baño y fue a la cocina a
prepararse un sandwich.
Cerca
de las seis de la tarde volvieron a llamar. Era un niño como de diez años, tal
vez menos, que venía empapado: el hijo de Vanessa. Ella iba a regañarlo porque
ya le había prohibido que fuera a verla a su trabajo, pero lo vio tan mojado
que primero fue a buscarle una toalla. El niño, mientras tanto, saludó de beso
a todas las muchachas, una por una. Las conocía bien. Danette era su madrina de
bautizo, la Caballa de confirmación y Mela de primera comunión. Es que cuando
era muy pequeño, como no había quien lo cuidara, su madre lo llevaba ahí a la
casa. No molestaba a nadie; al contrario, cualquiera de las muchachas iba darle
una vuelta si Vanessa se hallaba ocupada con algún cliente. Pero a ella no le gustaba
tenerlo ahí: le daba miedo que fuera a tomar malos ejemplos. Por eso, en cuanto
el niño entró a la escuela y ya pudo cuidarse solo, empezó a dejarlo. Y él le
había demostrado que era digno de confianza: de la escuela se iba derechito a
la casa y nunca salía si no era para algo importante. No era vago como los
hijos de las vecinas o la mayoría de sus compañeros de la escuela. Cuando
quiera que Vanessa lo llamaba por teléfono, él estaba estudiando.
—A
ver si no te enfermas —le dijo, empezando a secarle la cabeza con movimientos
enérgicos.
—Ni
que estuviera hecho de sal —le respondió el niño, guiñándoles el ojo a sus
madrinas. Pero empezó a estornudar.
—¿No
te digo? —lo regañó su madre— ¿A qué viniste?
—¿Te
ha ido bien hoy? —le preguntó el niño, como tanteando el terreno.
Vanessa no sabía qué le
daba más vergüenza con su hijo, si decirle que no había tenido clientes o que
sí. Encendió un cigarro, le dio una bocanada grande y optó por la verdad, como
siempre.
—No ha caído dinero. Ya
ves cómo está el día.
El niño no insistió.
Pensó en la lluvia, en que efectivamente nadie quería salir de su casa.
—¿Qué quieres comprar, mi
amor? —le preguntó Conny— ¿Otro libro?
Eso era lo que el niño
hacía encerrado en su casa: leer. Leía mucho. Por eso sacaba las mejores
calificaciones. Y por eso Vanessa no le negaba nada.
—Sí. Es que se murió el
abuelito de un amigo de la escuela y están vendiendo todos sus libros.
—¿Por qué no me esperaste
en la casa? —volvió a regañarlo su madre.
—Los vecinos ya empezaron
a comprárselos, como están bien baratos. Si me espero más, capaz que ya no
alcanzo nada.
—Vamos a hacer una
coperacha —dijo Danette—. A ver, esas que las dieron hoy. Con cuánto se van a
mochar pa los libros del ahijado.
En un momento se juntó el
dinero. Hasta Mela, que no había hecho ni un cliente y estaba de mal humor por
ese motivo y porque tenía hambre, puso algo.
El niño les dio las
gracias a todas y se despidió de beso, ansioso por irse. Vanessa lo acompañó a
la puerta. No se tardó casi nada. Cuando volvió a la sala, Amaris tenía la
mirada perdida en un punto indefinible.
—Me da tristeza que tu
hijo sea tan buen niño —dijo, sin que nadie le preguntara, sin apartar la vista
de aquello remotísimo que estaba mirando.
Vanessa iba a protestar.
“Desgracia que fuera un vago”, pensó. Pero ya no dijo nada. A veces ella,
también, sentía esa contradictoria tristeza; a veces preferiría que su hijo
fuera uno de esos escuincles vagos que andan en la calle, porque así ella no
tendría que desear tener una vida diferente.
No a todas las incomodaba
lo que hacían. Amaris, por ejemplo, tenía un cliente regular que se había
enamorado de ella y quería sacarla de ahí, “de blanco”, le decía. Pero ella no
lo aceptaba.
En ese momento llamaron a
la puerta. Era el marido de Conny: iba por ella porque vivían lejos, en un
barrio peligroso.
—Buenas tardes —saludó a
las muchachas. Era un hombre muy correcto, muy propio. Trabajaba de corrector
en una editorial. Se sentó en el sofá a esperar a su esposa, que fue a
cambiarse de ropa.
Afuera empezaba a
oscurecer, aún más de lo que ya había estado todo el día, con la lluvia. Y sin
embargo todavía llegó un cliente: un regular de la Caballa. Un abuelito que ya
tendría más de sesenta años y todavía daba buena lata en la cama, cuando no le
agarraba un acceso de tos. A veces pasaba así: que al final se componía el día.
Muchos salían tarde de trabajar. En alguna época probaron tener abierto hasta
las diez de la noche, pero no les gustó: ya a esa hora llegaban bebidos y se
ponían muy pesados. Mejor tratar sólo con hombres decentes; todos sus clientes
lo eran.
Amaris pensó en su
enamorado. No había venido. Andaría por allá, sufriendo como lo hacía otras
veces —eso decía él— porque ella no quería casarse. Pero, ¿cómo iba a aceptar
eso? ¿A cambio de qué? No sabía hacer nada: tendría que pasársela encerrada en
la casa, haciendo quehacer y mirando la televisión. O conseguir trabajo de
empleada de mostrador. ¡Y eso no! Pero él no entendía. Como toda la gente de
allá afuera, pensaba que cualquier cosa sería para ellas mejor que lo que
hacían aquí. Y no era así, ¿pues cómo? El tipo trabajaba de músico: gran cosa,
decía Amaris con ironía.
Después de las siete se
retiraron Danette y Vanessa. Vanessa iba desalentada, cabizbaja porque no había
hecho ni un cliente y tenía hambre: no iba a poder cenar nada en el camino, en
su puesto de tacos favorito. Pero le levantó el ánimo pensar que, cuando
llegara a casa, su hijo estaría muy contento leyendo ya sus nuevos libros.
Mela todavía se quedó un
buen rato, con la esperanza de que el polvo mágico funcionara y a la última
hora cayera alguien. Pero no fue así. No
llegó nadie. Dobló cuidadosamente su lencería de trabajo y fue a guardarla a su
locker después de ponerse ropa de calle. Por último tomó su chamarra de plástico
y se despidió.
—Pues ya —le dijo la
Caballa a Amaris cuando oyó que la puerta se cerraba tras los melancólicos
pasos de Mela.
—Pues ya —le respondió
Amaris, con un destello en los ojos.
Ahora que se habían
quedado solas y ya nadie vendría a molestar, podían cenar con calma y luego
apagar las luces y acurrucarse una en la otra, besarse y acariciarse y quererse
hasta que el deseo satisfecho y el sonido de la lluvia las adormecieran.