martes, abril 24, 2012

Nostalgia por los monstruos

En la memoria infantil de todo humano adulto hay nostalgia por los monstruos. Para el niño, como para el hombre primitivo, la monstruosidad puede ser el lenguaje de lo sagrado. Acaso un ser horrible, deforme, repugnante, represente una letra en el alfabeto de la Creación que aún no hemos descifrado. Acaso tenga algo que decirnos acerca de nosotros mismos o de algún mundo lejano al que, de alguna manera desconocida, estamos vinculados. Esta sospecha se presenta al niño y al salvaje con la misma fuerza, manifestándose en sus sueños, en sus fantasías de vigilia, en sus creaciones. Langostas con rostro humano, dragones de múltiples cabezas, serpientes gigantes, humanos cubiertos de vello, machos cabríos erguidos, niños con dos cabezas, mujeres barbadas o reptílicas, embarazos diabólicos, gárgolas vivientes, leprosos risueños, ogresas maternales, malvados con cuernos o cola o patas de cabra o de gallo, siameses enloquecidos, arañas gigantes, vaginas dentadas, garras y colmillos, escrófulas, sarcomas, llagas, espantapájaros, hombres-lobo, hombres-tigre... todos estos son los seres que visitan nuestros sueños o nos acechan en los rincones oscuros de las casas viejas, en los panteones, a la orilla del río cuando empieza a oscurecer, en lo profundo del bosque cuando hay luna llena.


Y luego, ese teatro del horror que son las tradiciones populares se encarga de mantener viva y alimentar esta fascinación. Ciertamente, la cultura mexicana, entre todas, se caracteriza desde sus orígenes prehispánicos por una fina sensibilidad hacia lo monstruoso. Basta ver a los dioses aztecas: seres que no podrían llamarse ni humanos ni animales, adornados con serpientes y cráneos, despedazados, desollados, armados de grandes colmillos, sedientos de sangre. Y no sólo en esta clase de monstruosidad —que acaba por ser atractiva en virtud del horror que genera— se complacían nuestros abuelos de Tenochtitlán. También les gustaba mirar lo monstruoso en cuanto esto tenía de compadecible o simplemente de raro. Prueba de ello lo fue el célebre zoológico de Moctezuma, en donde se mantenían para su exhibición pública enfermos de bocio, albinos, enanos, jorobados, cojos, obesos... El Diccionario de la Academia define monstruo como una “producción contra el orden regular de la naturaleza”, de acuerdo con lo cual lo angélico, la belleza extrema sería también monstruosa. Pero adelante proporciona otra acepción: “lo extremadamente feo”.

Hay grados, entonces, de monstruosidad, dependiendo del horror al cuerpo que un individuo o una sociedad experimente a nivel inconsciente.

En México, decía, nuestra relación con lo horrible tiene siempre la ambigüedad de la atracción-repulsión. ¿Quién no ha querido ver esa niña —ya asociada a las novelas de García Márquez— que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres? ¿Quién no ha entrado en una feria, por lo menos una vez, a la carpa de los fenómenos? Seres —a veces en su tierna infancia— que, colocados en otra situación deberían inspirarnos piedad cristiana, están ahí para que los observemos sin ningún pudor, sin ninguna clase de represión moral. Y a nadie se le ocurre discutir que en un circo es totalmente legítimo reírse de los enanos ridiculizados o mirar a los ojos, con franca y limpia repugnancia, a la mujer barbona. A los mexicanos nos dan curiosidad los monstruos, cualquier monstruo: los de las películas del Santo, o el chupacabras, o aquellos que se han ganado a pulso el derecho de ser llamados así: los infanticidas, los violadores de sus hijas, los que matan a su abuela para quedarse con una miserable herencia.

Con el tiempo, a medida que nos volvemos adultos, se nos enseña a ver este interés como algo enfermo. Lo olvidamos —creemos olvidarlo—, lo reprimimos, exorcisamos nuestro horror al cuerpo y a la carne hundiéndonos en ellos. Nos bañamos, cubrimos nuestro cuerpo, escondemos sus secreciones y sus malos olores, vamos al gimnasio... Sólo unos cuantos, los más sinceros, seguimos complaciéndonos en el humus. Compramos de vez en cuando, para leerlo a solas porque nadie nos comprende, el Alarma o el Semanario de lo insólito. Nos fascinan esas historias de los bebés que nacieron pegados por la cabeza, de la mujer que pesa trescientos kilos, del anciano al que le crece la piel... descubrimos que se llama “teratología” al estudio de las deformidades humanas; este descubrimiento nos abre un mundo de lecturas y nos levanta el ánimo: quiere decir que esa afición enferma es una ciencia, un campo legítimo del conocimiento y no sólo un hobby de pervertidos. Con más confianza, entramos a la página de internet donde personas con amputaciones se exhiben desnudas.

En el fondo se trata de una postura romántica. El hombre romántico estaba obsesionado por la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su nacimiento. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven tocada por la muerte en la flor de la vida.

En efecto, las mentes más elevadas de la promoción romántica se dejaron atrapar por medusas de barriada. Dickens y Dostoievsky, seducidos por jóvenes prostitutas cuyo cuerpo lleno de infecciones relataba en terribles silencios la historia del Támesis o del Neva: aguas que nacieron cristalinas en la montaña, cayeron hacia la gran ciudad industrial y ahí se precipitaron bramando por las cloacas. Baudelaire, en este mismo tenor, escribió dos grandes poemas: “Una noche, junto a una espantosa judía” y “A una mendiga pelirroja”. Coleridge, uno de los primeros maestros del horror moderno, concibió de la noche romántica y del opio a “Christabel”, demonio femenino que debe seducir a los inocentes para que ellos sean la puerta por la cual entre al mundo: vampiresa y súcubo. Como ella, hay muchos otros personajes. Françoise Duvignaud ha estudiado con profundidad a la mayoría de ellos: la Lamashtu, Gorgona, la Madre Devoradora, Aisha Kandisha, las Sirenas, Vampirella, Circe, Caribdis, las Gorgonas (Esteno, Euriale y Medusa), las Amazonas, los Empusas (espectros de Hécate), Las Erinias, Furias o Euménides. Todas ellas forman el “terror seductor.”

Sin embargo, como decía, también quiero hablar de los otros monstruos, no sólo de las horrendas seductoras, no sólo de las que tientan al paseante con sus bellísimos senos envenenados. En el Fausto de Goethe aparecen las Fórcidas o Forcíadas, hijas de Forcis. “Se las denomina también Greas (viejas) porque nacieron con cabellos blancos. Eran en número de tres: Enio, Pefredo y Dino. Su fealdad era extremada, y entre todas no tenían más que un ojo y un diente disforme, como de caballo, de los cuales se servían ellas alternativamente. Vivían en los confines de la tierra, lejos de la vista del sol y de la luna.”

Y en su versión del cuento del Grial, Chrétien de Troyes habla de una Doncella Monstruosa:

Jamás hubo nada tan absolutamente feo ni en el mismo infierno. Nunca habéis visto hierro tan oscuro como ennegrecidos estaban su cuello y sus manos, y esto aún era lo de menos al lado de sus otras fealdades, pues sus ojos eran dos agujeros pequeños como ojos de rata. Su nariz era de mono o de gato, sus labios de asno o de buey, y sus dientes parecían más bien de huevo, tan rojizo era su color, y tenía barbas como un buco. En medio del pecho tenía una jiba y por detrás la espina dorsal parecía un bastón ganchudo.

Estos son los casos que menos esplendor tienen en la historia literaria, no la romántica fealdad medúsea, la fealdad seductora de la que han escrito Mario Praz, Françoise Divignaud y J. Delumeau, sino esa otra condición desamparada, desangelada: la fealdad de los pobres monstruos que no asustan a nadie.

“Pipistrella”, le decían en Italia y en Buenos Aires a esa vampiresa de peluche cuya fealdad está tan lejos de las fantasías voluptuosas de Bram Stoker como un Halloween de colegio de una Noche de Walpurgis. Dice Duvignaud que Ulises les tapó los oídos a sus marineros por puro egoísmo: para ser el único que disfrutara del horror. Nadie haría esto con la pobre fea, pero ella también tiene su prosapia, su historia literaria. En el siglo XVII —siglo de monstruosidades, lo llama Praz—, el gran poeta Alessandro Adimari escribió una serie de piezas maestras relacionadas con la fealdad femenina: poemas a la bella pecosa, la pequeña judía bizca, la bella calva, la bella esquelética, la leprosa, la linda jorobada. Y en el mismo siglo hubo quien cantara a hermosas mendigas, ancianas seductoras, negras fascinantes y cortesanas humilladas. Por su parte, recuerda Praz, Achillini le escribió un soneto a una hermosa epiléptica.

En la época moderna, los ejemplos han escaseado pero la tradición sobrevive. La pobre fealdad, a diferencia de la belleza medúsea, no se ubica fácilmente en lo trágico o épico. Su efecto es más bien patético y por lo tanto su territorio es el melodrama, esa tragedia de los pobres que, tratando de adaptar a su gusto a los grandes héroes, ha creado figuras pequeñas e inolvidables. En todo gran drama de barriada hay una fea, una puta, un ladrón y un ángel. Y como los cantos populares suelen desarrollarse como un producto cristalizado de las actitudes melodramáticas del pueblo, es en éstos donde a veces se conservan mejor los mitos urbanos. Así, tenemos el tango “La fea”, de H. Pettorossi:

Procurando que el mundo no la vea,
ahí va la pobre fea camino del taller;
y a su paso, cual todas las mañanas,
las burlas inhumanas la hieren por doquier

Cuando alguno le dice una torpeza
inclina la cabeza transida de dolor,
y piensa con amargo desencanto:

“¿Por qué se reirán tanto de mi fealdad, Señor?”.



Petorossi, con esa precisión del poeta que escribe para comunicarse con la gente, habla de “la cruz de su fealdad”. Luego encontramos este otro tango de E.S. Discépolo, “Esta noche me emborracho”:


chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez...
parecía un gallo desplumao
mostrando al compadrear
el cuero picoteao.


Con menor crueldad, pero en el fondo igualmente melodramática, recordamos esta canción de Aline, que estuvo de moda hace muchos años:


Las chicas feas también tienen corazón,
todas podemos despertar una ilusión.
[...]
No somos unas corcholatas
tiradas en la coladera.

Pipistrella. Podríamos verla así, como una entrañable figura de melodrama, la versión humanizada de “La muñeca fea”, de Gabilondo Soler. Después de todo, ya hace más de cien años Dickens descubrió las profundidades humanas que pueden revelarse a través del melodrama. Y T. S. Eliot lo reconoció así: “Drama y melodrama no pueden definirse de tal manera que parezcan recíprocamente exclusivos. El gran drama tiene en sí algo de melodramático, y el mejor melodrama participa de la grandeza del drama”.

Es en este punto donde la monstruosidad —la condición de esos seres que el diccionario define como contrarios al orden regular de la naturaleza— puede adquirir otra dimensión, no necesariamente dramática, pero sí dotada de mayor estatura humana. Puede referirse, por ejemplo, a esa muchacha del cuento de Mario Benedetti, “La noche de los feos”. Tenía un pómulo hundido y ni siquiera —explica el narrador— podía decirse que tuviera ojos tiernos, “esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza”.

Y más alla de esto, la fealdad extrema representa uno de los últimos depósitos de energía en la inercia neoliberal y globalizante. “Nadie es feo”, dice el pensamiento políticamente correcto. “Sólo hay unas personas más diferentes que otras”. Parecería cosa de George Orwell. ¿Será cierto? A mí me parece que no está errado Javier Marías cuando llama al lenguaje políticamente correcto “una plaga” y advierte que “va a más hasta alcanzar verdaderas cotas de imbecilidad”. Lo que siento es que si se pierde el sentido de lo monstruoso se sacrifica también el sentido de lo sagrado. Debemos resistir. He visto carteles ecologistas que dicen “Salvemos a la vaquita marina”, “Salvemos a la ballena jorobada”. ¿Por qué no hacemos uno que diga “Salvemos a nuestros monstruos”? Ellos, al verse como tales, están salvando al mundo de ser devorado por la utopía globalista del bienestar universal. Ciertamente, a fuerza de rechazo y de marginación sexual y social, el monstruo ha aprendido a desconfiar del hedonismo dominante. Sus valores son más elementales. Su dignidad no tiene nada que ver con el narcisismo del modelo o el físicoculturista, y esto lo hace heroico y extraordinario: es uno de los seres que permanecen de pie en un mundo en ruinas. Para él escribió Nietzche estas líneas de hierro:


Y Zaratustra sintió una gran vergüenza por haber visto con sus ojos semejante cosa.
—¡Quédate! ¡Siéntate! ¡Pero no me mires: honra así mi fealdad!

martes, abril 03, 2012

El fin de la inocencia

“Hans Andersen durmió en esta habitación durante cinco semanas, que a la familia le parecieron ERAS”. Sobre el espejo de una recámara, Charles Dickens puso una tarjeta con esta inscripción. El famoso escritor danés Hans Christian Andersen acababa de despedirse de la familia, en cuya casa de Gad's Hill había pasado sus vacaciones. Los dos creadores se habrían caído bien al conocerse, pero la poca fluidez de Andersen para expresarse en inglés determinó graves malentendidos y una general dificultad social. Sin embargo, gracias al interés de Andersen y en la medida en que el escaso entusiasmo de Dickens lo permitió, la amistad entre ellos se mantuvo.


Los dos se hallaban trabajando para que un nuevo arquetipo franqueara el umbral de la realidad humana: el héroe niño. Sólo que mientras Andersen infantilizaba problemas universales para reflexionar sobre ellos junto con los niños, Dickens les descubría los claroscuros de la vida adulta. Acaso no era éste su público ideal, como en el caso del danés, pero tenía que llegar a los niños. Por un lado, lo apremiaba la necesidad comercial de mantenerse como un escritor familiar cuyas novelas no fueran para leerse en silencio y a escondidas, a la luz de una vela avergonzada, sino en voz alta y a toda la familia, incluyendo niños y sirvientes, junto a las llamas honradas de una chimenea. Este interés en la familia como público, además de explicar el carácter dramático —y fácilmente dramatizable— de muchas escenas en sus primeras obras, determinó las grandes aportaciones de Dickens a la narración oblicua, en la que ni siquiera un futuro maestro como Henry James lograría superarlo.

Por el otro lado, Dickens, que había sobrevivido a una infancia traumática, mostró a lo largo de su vida una necesidad constante de re-vivir, vivir otra vez, de otra manera, aquellas experiencias que lo habían despojado de su inocencia. Era una manera de recuperarla: sentir que el sufrimiento de los inocentes sirve para algo.

Aun en aquellas de sus obras que tratan de problemas adultos, como Historia de dos ciudades, La pequeña Dorrit o Grandes ilusiones, Dickens seduce a la imaginación infantil, le habla en su lenguaje. También aquí se ve que no es tanto un novelista preocupado por los problemas del realismo, como un mitógrafo. Y la potencia iluminadora del mito suele correr paralela con un aparente ocultamiento de la realidad mundana. Dickens fue creador de mitos infantiles perdurables acerca de la vida adulta. No sólo inauguró la institución moderna de las fiestas navideñas sino también el heroísmo juvenil, ciertos rostros de lo angélico femenino, una especie de aristocracia espiritual que subyace en el individualismo proletario. Descubrió un nuevo género de lo real visible: lo sórdido infantil: fábricas y callejones oscuros cuya miseria no incluye ningún aspecto que no pueda ser imaginado por un niño, aun por el más inocente. Sin duda Dickens sabía que, si el escritor ve cuando escribe, el niño ve cuando lee.

Ahora bien, la idea de que la bondad se halla contenida en la naturaleza fue revisada con diferentes perspectivas, ninguna de las cuales pudo salvar el prestigio de la civilización. Hasta entonces, la interpretación cristiana de la vida había sostenido que el hombre nace marcado por el Pecado Original, y que la infancia no es más que el estadio durante el cual la virtud racional rescata al ser humano de su condición de caída. Al volverse innegables las contradicciones de la urbanización industrial, este concepto debió revertirse. La doctrina del Pecado Original halló su reverso en la de la Inocencia Original: la idea de Rousseau acerca del hijo puro de la Naturaleza, “nacido en un estado de inocencia y amenazado por la corrupción del mundo social adulto”. Los románticos ingleses, especialmente Blake, Wordsworth y Coleridge trasplantaron esta doctrina al coto de la poesía, y luego Charles Dickens se encargaría de transvasarla de la poesía a la narrativa y del contexto rural, pastoril de Wordsworth a las calles de Londres.

La idea wordsworthiana del niño como padre del hombre absorbió en gran medida la angustia culpable de la época victoriana. Al creer en una nueva forma de virtud natural, visible sólo en la infancia, la sociedad enferma convirtió al niño en guardián de una de sus últimas certidumbres espirituales. Echó sobre sus hombros una responsabilidad enorme y, para que él pudiera llevarla, tuvo que idealizarlo. Un ser puro tenía que sufrir ante el espectáculo de la injusticia y la insensatez del mundo adulto. Así realizó Dickens uno de los descubrimientos más importantes en la historia literaria moderna: el de la conciencia infantil. El miedo de Oliver Twist, la solitaria orfandad de David Copperfield, la culpa neurótica de Pip... La sociedad, en su búsqueda de valores espirituales y de aventuras estéticas, había descubierto el placer sádico de ver el sufrimiento de los niños.

Cuando las víctimas de este sistema lograron sobrevivir y cruzar la frontera que divide a los pobres de los ricos, cuando la frase de Wordsworth se pervirtió con adjetivos tácitos: el niño bueno es el padre del ciudadano próspero (nótese cómo el premio a una condición moral es un estado social), surgió el culto del héroe niño. Templado desde muy pequeño en la cruenta batalla de la vida, protegido por su propia nobleza de corazón y equipado con una mezcla de virtudes masculinas (tenacidad, capacidad de acción, impulso conquistador) y femeninas (sensibilidad, emotividad, intuición), este héroe precoz se convirtió en el nuevo campeón de la búsqueda de la felicidad. Por poco tiempo. Porque aquí se encuentra una lección que a nadie le habrá dolido más que al propio Dickens. David Copperfield, ya adulto, conquistó la dicha del bienestar burgués gracias a un doloroso aprendizaje que a través de las estaciones de una infancia huérfana y una adolescencia desamparada, lo llevó a comprender que debía “disciplinar su corazón”.


En el caso de las niñas, la doctrina de la Inocencia Original adquiere un carácter necesariamente pasivo. La niña victoriana debe ser obediente, desprovista de egoísmo, capaz de sacrificarlo todo, de perderlo todo sin desesperarse, puesto que ella es la caja fuerte de la fe; debe ser modesta, industriosa, inmune a la pasión pero sensible a los afectos de la ternura: una mezcla, en fin, de Job y Cordelia. Así aparece la cara femenina de una infancia curtida en la “batalla de la vida”: el heroísmo doméstico. Su vasta iconografía es como una colección de retablos mexicanos que representaran hechos milagrosos atribuidos a vírgenes impúberes. En uno de ellos aparece Nell tratando de salvar a su abuelo; en otro se encuentra Esther Sumerson llenando de generosa luz la casa de Jarndyce & Jarndyce; en otro más, vemos a Agnes Wickfield, guía y corona de triunfo para un progreso del peregrino cuya prueba más ardua es la disciplina del corazón.

La dimensión de Charles Dickens como uno de los creadores de mitos más importante de la modernidad, no puede comprenderse sin examinar, así sea someramente, su relación con escritores posteriores. Oliver Twist, Fagin, Nell, Daniel Quilp, Ebenezer Scrooge, Dora, Martha Endell... todos han desempeñado un papel en el desarrollo imaginativo de jóvenes lectores que después se volvieron escritores, engendrando hijos y nietos muchas veces reconocibles. Ciertamente, Mark Spilka observa respecto a La tienda de antigüedades:


Fue una de las novelas más populares de su época y fácilmente la que más ha influido. A este libro le debemos los personajes Eppie, de George Eliot (Silas Marner); Nellie, de Dostoyewsky (Humillados y ofendidos); Alicia, de Lewis Carroll; la pequeña Eva, de Harriet Beecher Stowe (La cabaña del tío Tom); Heidi, de Johanna Speyri; Wendy, de Sir James Barrie (Peter Pan); Maisie, de James; y extensiones modernas del tipo, como Shirley Temple en sus películas de los años treinta (La pequeña rebelde); Mick Kelly, de Carson McCullers, en los cuarenta; Phoebe y Esme, de Salinger, en los cincuenta y, más recientemente, Jennifer Cavilleri, de Erich Segal (Love Story). Su supuesto reverso lo encontramos en Lolita, de Nabokov, y en películas recientes sexualmente explosivas como El exorcista (Spilka 1984, 174).


Aventuro una explicación para este “supuesto reverso” de Nell como Lolita. Aunque la virtud y la pureza espiritual de la ninfeta dickensiana son innegables (de hecho, en su desprendimiento de todo egoísmo puede ser incluso más angelical que Esther Sumerson o Agnes Wickfield), se hallan contenidos —no en ella sino en la presentación de su historia— ciertos genes espurios. La tienda de antigüedades es heredera de la picaresca inglesa, la de Henry Fielding y Daniel Defoe; su hilo conductor es una sucesión de aventuras por los caminos de la vida y los de Inglaterra. Nell es hija de Moll Flanders. Con toda su inocencia y su halo místico, desciende de una prostituta. El arquetipo que encarna no es el mismo de las otras niñas buenas de Dickens. Para empezar es una vagabunda que, por una cosa o por otra, no pasa mucho tiempo en ningún espacio doméstico. Es cierto que sabe usar la aguja y el hilo, pero resulta difícil imaginársela en una casa, como no sea bajo el aspecto de una muñeca en su propia tienda de antigüedades, en su recámara de juguete. Así que no puede ser una divinidad doméstica, una Hestia como Esther Sumerson. Su sangre es más celta; se acerca más al hada bienhechora de los bosques que a la estática virgen cristiana o griega. Sin embargo no cuaja en esta figura porque Dickens insiste en atormentarla hasta que la mata. De esta tensa combinación entre el estatismo icónico de la mística y el tránsito azaroso de la novela de aventuras surge el tipo que encarna Nell: la virgen pícara. Desprovista más tarde de sus elementos trágicos, transformados sus harapos de huérfana en jeans, será efectivamente la heroína americana de las décadas recientes: una ninfeta que —back-pack al hombro— se lanza a las interminables carreteras.

Por último, en Charles Dickens el culto al héroe y a la aventura se halla imbuido de nostalgia, no sólo por aquella edad de energía que la civilización moderna agotaba rápidamente, sino también por su propia edad heroica, por su epopeya personal. El mundo interior de Dickens era el mundo de su memoria, bendita facultad que le devolvía ese niño resuelto a sobrevivir entre calles oscuras y fábricas, que fue él y que las prioridades prácticas del éxito habían condenado a una muerte lenta. Oliver Twist y Nell, sus primeros grandes protagonistas, encarnan este culto de la aventura: sus destinos sugieren que la búsqueda de la felicidad es una abstracción en todo caso secundaria junto al valor absoluto de las acciones que implica; salen al encuentro del peligro y su recompensa es permancer en condiciones para dar el siguiente paso. Sus voces de héroes jóvenes se hacen oír sobre el uniforme golpear de martillos de la masa industrializada. Son los últimos sobrevivientes de una raza que ya desocupaba el mundo. El arquetipo se agotaba rápidamente a cambio de dinero, a cambio de una sórdida —así lo comprendió Dickens en su madurez— participación del bienestar moderno. El heroísmo aventurero, epifánico de Nell se apoltrona y degenera en el inerte “heroísmo doméstico” de Agnes Wickfield. Y el guerrero de la vida, Oliver Twist, se convierte en un neurótico snob para quien la abdicación completa de la voluntad de aventura es la única alternativa, una vez descubierto el ínfimo metal que oculta la chapa de oro del hedonismo burgués.

El lector infantil, cultor natural de la aventura y del coraje, admira a Oliver Twist y puede querer a David Copperfield, pero desprecia a Pip. Grandes ilusiones es una novela de agotamiento. El halo que irradia surge del crepúsculo interior tanto de su creador como de sus circunstancias históricas. Dickens había escrito su testamento espiritual.



Publicado originalmente en El Angel, suplemento del periódico Reforma, el 5 de febrero de 2012, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Dickens.